Una espléndida portada (una vieja puerta con su ajada madera azul, su pomo, su cerradura y su ¿aldaba?, también azules, ocupando toda la superficie de tapa dura), nos abre, en perfecta concordancia con el título, Una puerta pintada de azul, el no menos espléndido libro de relatos de Sergio Barce (Málaga, Ediciones del Genal, 2020).

  Apenas la abrimos, intuimos ya el implacable paso del tiempo al que da acceso esa puerta. Una pátina de melancolía recubre los escenarios de una ciudad de Larache multicultural, multiamical (esa multiplicidad de amigos de orígenes distintos), un multiverso que no existe ya. O quizá sí, más que nunca, porque Sergio nos recrea con el poder y la infalibilidad de sus palabras la ciudad de su infancia: unas calles donde vivieron los Céspedes, los Navarro, los Barce o la familia Ben Lahsen, edificios tristemente desaparecidos, como los cines Ideal y Coliseo y el teatro España, el Zoco Chico, el Balcón del Atlántico, tan evocador…

   Nunca yerra Sergio en la descripción poética de sus personajes: ese José Edery, que vuelve a la sinagoga de su niñez, convertida ahora en una casa privada; ese Abdeslam que abre todos los días, como quien inaugura el mundo, “la doble puerta de madera pintada de azul” (página 51); esa Lalla Sahida, hermosa y compasiva, aunque, tal vez por eso, desdichada; ese Ahmed que vive en una pasado siempre presente, un pasado continuo y redivivo hasta su último aliento…

   Hay también una puerta pintada de verde (página 184), la de una antigua tienda de regalos donde vendieron, sin sospecharlo jamás sus dueños, lo mejor del tiempo, el mejor de los tiempos en forma de reloj marca Flica…

  Sergio nos ha dibujado en este libro un bellísimo retazo de una geografía emocional, inalterable ya por obra y gracia de su destreza literaria. Abran la puerta azul (o la verde) y lo verán.